El apego, base de la pareja humana
Dra. Ana Rosa Hern�ndez L�pez

Capítulo 1: El apego, base de la pareja humana
PRIMERA PARTE / Relaci�n de pareja


 

Los estudios sobre el vínculo realizados por Bowlby (1997), nos mostraron la importancia de las figuras de apego en el ser humano y la necesidad de objetos externos que signifiquen para el sujeto protección. En los pri­meros años de vida, el vínculo entre el bebé y la madre es de naturaleza tal, que los dos forman una unidad; en esta etapa de cercanía simbiótica, se desarrollan las conductas de apego, que no coinciden necesariamente con la calidad nutricia del objeto: es decir, que la fuerza del apego es tal que hace que el vínculo se pueda dar aún con un objeto no nutricio. El deseo de ser cuidado en el humano, trasciende edad y género, sólo cambia la manera de manifestarse. La conducta de apego se produce, con mayor facilidad, cuando el sujeto está tenso y ansioso. Tanto el neonato como el sujeto saludable, están dotados de la capacidad para participar en una forma elemental de interacción social. Depende de la capacidad de la madre y de su sensibilidad el que se pueda participar con éxito en ella.
     Una madre normal se adapta rápidamente a los ritmos naturales de su hijo, y al observar su conducta descubre qué es lo que lo satisface y actúa en conse­cuencia. Al hacerlo, no sólo lo contenta, sino que también obtiene su coopera­ción. Si bien inicialmente, la capacidad de adaptación del bebé puede ser limitada, está presente y si se le permite crecer a su propio ritmo, llorará menos durante la segunda mitad del primer año y estará mejor dispuesto a aceptar los deseos de sus padres. El bebé humano sano, al igual que los de otra especie, tiene la ten­dencia innata para desarrollarse de manera socialmente cooperativa. La relación entre individuos en la que existe apego, sin importar la edad, está acuñada por la intensidad de la emoción que la acompaña. Cuando la relación funciona bien, produce alegría y una cierta sensación de bienestar y seguridad. Si se ve amena­zada, surgen los celos, la ansiedad y la ira. El hecho de que la "simple separa­ción" del objeto de amor provoque ansiedad, es algo observable durante el análisis y en la vida diaria. La angustia de separación y de pérdida de objeto ha sido un punto donde han convergido todas las escuelas psicoanalíticas.
     Freud (1926) revisó sus concepciones anteriores sobre el origen de la angus­tia y postuló que el yo forma síntomas y erige defensas, ante todo para evitar percibirla, pues es significadora de la sensación de desvalimiento de un yo inma­duro que se manifiesta como angustia de separación y temor a la pérdida del objeto amado, lo cual potencia la angustia de castración. En el curso del desarro­llo cuando el yo ha madurado y se ha vuelto capaz de pasar de la pasividad a la actividad, logra reconocer el peligro y, al tratar de prevenirlo, usa la angustia como señal de alarma, permitiéndole la anticipación, con lo que pasa de la situación pasiva al despliegue de actividad y, de esta manera, echa a andar el yo al proceso secundario (solución de problemas).
     Bion (1987) aportó nuevas ideas fundamentales al respecto. Las nociones de continente-contenido y la capacidad de "ensoñación" (rêverie), que son necesa­rias para la tolerancia de la angustia, principalmente la de separación. Para que el analizado pueda tolerar ésta e introyectar la función continente (similar al holding winnicottiano), es indispensable que cuente con la experiencia de un analista que pueda comprenderlo y contenerlo (holding). Bion (1987) también enriqueció el concepto de identificación proyectiva al distinguir una forma normal y otra pato­lógica del mecanismo. La normal constituye un medio de comunicación y es la base de la empatía; la segunda se caracteriza por la violencia e invasión hacia el objeto de la proyección. Meltzer (1987) prefirió denominar esta forma patológica identificación intrusiva o inoculativa. Bion (1987) estableció una analogía entre la situación analista-analizado y la situación madre-hijo, cuando señaló que el analista no es un receptáculo pasivo -como tampoco lo es la madre-, sino que desempeña un papel activo en los procesos de pensamiento y elaboración de la angustia. La calidad del continente, analista o madre, permite que el sujeto re-introyecte la función de contener, pensar y sentir. Dicha función asegura el papel de un objeto bueno, el cual, como objeto transformador convierte lo malo en bue­no. Es decir que se va creando, internamente, una sensación de seguridad y bienestar al proporcionarle al paciente una transmutación del sufrimiento, al cam­biar el hambre en satisfacción, la soledad en compañía, el miedo de morir y la angustia en vitalidad y confianza, la avidez y malignidad en sentimiento de amor y generosidad.
     El bebé descarga en la madre todas sus angustias, vía identificación proyectiva y con todas las manifestaciones de su cuerpo. Para responder a este modo "pri­mitivo de comunicación", se requiere de la madre un tipo de recepción especial (rêverie) hacia lo que provenga del bebé, que es sentido y visto como un objeto amado. Bion (1987) lo llamó rêverie, que en francés proviene de la palabra sueño y que se refiere a "ese estado, en que el espíritu se deja llevar por sus recuerdos e imaginaciones". La palabra más parecida en español es ensoñar (Corripio: Gran diccionario, Pág. 456,1990.)


Ensoñar: soñar, ilusionarse, abstraerse, embelesarse Ensueño: ilusión, figuración, visión, ficción


 


     La madre responde al bebé ensoñándolo, como si estuviera flotando con sus sueños, resonando y vibrando con él. El rêverie bioniano se asemeja al área de ilusión winnicottiana, en la cual se crea un espacio intersubjetivo, de tránsito entre sujeto/objeto. La función rêverie implica una fuerte identificación (introyectiva) de la madre con la experiencia emocional del bebé, lo que le permite sentir lo que él siente y darle significado a dicha experiencia. Con este concepto se enfatiza la enorme importancia que tiene la resonancia afectiva y el contacto emocional intersubjetivo, el cual progresivamente significa y conforma la relación madre-niño y el vínculo analista-analizado. Es entonces cuando se puede entender la experiencia emocional, aprender de ella y disfrutarla; es decir, cuando ésta se encuentra más allá de la satisfacción instintiva, sin que condicione ni encadene los procesos de amar y pensar.
     Fairbairn (1943) planteó una línea de desarrollo basada en las relaciones de objeto y principalmente en el progreso y transformación de la dependencia afectiva que ellas generan. La definió como un proceso que va en forma gradual desde la dependencia infantil, donde predominan la expectación pasiva y la identificación primaria con el objeto, hasta la dependencia madura en la que prevalece la activi­dad del yo y en la cual hay una tendencia del sujeto a dar sobre el recibir, así la identificación es ya un mecanismo más evolucionado. La dependencia madura implica una relación entre dos individuos independientes completamente diferen­ciados como sujetos.
     Durante el tratamiento, el abandono del objeto de la dependencia infantil inclu­ye dejar atrás las relaciones basadas en la identificación primaria a favor de las relaciones con objetos diferenciados. El proceso por lo general va acompañado de considerable angustia, la cual encuentra su típica expresión en sueños de caída y en síntomas como la acrofobia y la agorafobia. Por otra parte, la angustia provocada por el temor al fracaso del proceso de separación, se refleja en pesa­dillas que giran sobre el tema de estar prisionero o encerrado como en la sintomatología de la claustrofobia. En los sueños el proceso de diferenciación y separación está frecuentemente representado por el tema de tratar de cruzar un abismo, aunque el cruce intentado puede también tener lugar en un sentido regre­sivo y de esta manera se representa el miedo a perder lo ganado.
     Fairbairn (1943) propuso la existencia de una etapa de transición entre lo oral y lo genital, que corresponde totalmente a la fase anal y al principio de la etapa fálica. Esta etapa de transición se caracteriza por una marcada ambivalencia, debido al abandono progresivo de la actitud de dependencia infantil por una más madura, por lo que resulta inevitable que el rechazo al objeto desempeñe un papel importantísimo, por lo que la actuación de estas técnicas rechazantes cons­tituye la principal característica de esta etapa de transición; precisamente de aquí tomó el término Winnicott para nombrar sus fenómenos transicionales.
     El gran conflicto de esta etapa de transición es experimentado por el yo, como un conflicto ambivalente entre la necesidad progresiva de dominar la conducta infantil de identificación primaria con el objeto y el apremio regresivo de mantener esta actitud. Por lo tanto en este momento, el comportamiento del individuo se caracteriza por sus esfuerzos desesperados de separarse del objeto y, a la vez, por lograr una unión con él, confrontando el deseo de escapar de la prisión con el deseo de volver al hogar, a lo conocido. Aun cuando en lo manifiesto aparente­mente predomine una de estas actitudes en el sujeto, en realidad oscila entre ellas debido a la angustia. La ansiedad que acompaña a la separación se mani­fiesta como temor al aislamiento, a quedar vulnerable y solo. La angustia que acompaña el temor a la identificación primaria se manifiesta como temor a permanecer encerrado. Se añora al objeto pero por miedo a la identificación-primaria, rechaza al objeto a través del alejamiento y/o abandono de éste –presentando el sujeto gran angustia al aislamiento, a la soledad y una enorme sensación de vulnerabilidad.
      Es de notar que estas son angustias principalmente fóbicas: el apremio pro­gresivo de separación por autonomía vs. demanda regresiva de identificación con el objeto. El conflicto de esta etapa de transición (anal-principios de la fálica), también se da entre una necesidad de expulsar y retener contenidos, como ocu­rre entre separación y reunión. La actitud de expulsión está matizada por un te­mor a ser vaciado, secado o absorbido, y la retención por un temor de estallar acompañado por el miedo hipocondríaco de padecer una enfermedad interna como el cáncer, por ejemplo. Tales angustias son esencialmente fóbico-obsesivas y puede también aparecer el correlato compulsivo.
     El conflicto que provoca en el sujeto el estado obsesivo oscila entre la necesi­dad de expulsar y retener los objetos como contenidos. La duda, patognomónica de la patología anal, aparece como un intento de quedar inmóvil, paralizado y así protegerse de la angustia que implica tanto la cercanía como la distancia del ob­jeto y las correspondientes ideas de muerte. Así, tanto lo fóbico como lo obsesivo constituyen maneras de regular la relación y distancia con el objeto. Lo fóbico representa una modalidad pasiva, ya que el dilema consiste en el abandono o la vuelta hacia el objeto; es decir, elige entre querer escapar del poder de la identifi­cación primaria con el objeto o someterse a él, lo cual resulta en un manejo masoquista de la agresión. En cambio, en la modalidad obsesiva, el conflicto se presenta entre la retención y expulsión del objeto, lo cual comprende un sadismo mayor hacia éste; ya sea que dicho objeto sea expulsado o retenido es posicionado bajo un enérgico y estrecho control activo por parte del yo del sujeto.
     La capacidad de un niño de renunciar sin desconfianza a su dependencia infantil se relaciona con la manera cómo ha obtenido la prueba y evidencia de que es amado por sus padres, y también sienta que ellos aceptan su amor. Si lo anterior es lo suficientemente convincente, lo capacitará para depender sin pe­ligro de los objetos reales. Si tal evidencia falta, su relación con los objetos en lo que se refiere a la separación, estará cargada con demasiada angustia como para que pueda renunciar a la actitud de dependencia infantil, dado que el renun­ciar al aferramiento sería equivalente a perder toda esperanza de obtener algu­na vez la satisfacción de sus necesidades emocionales insatisfechas. De ahí que se obstruya el progreso en la maduración afectiva y en el logro de la iden­tidad.
     El mayor trauma que puede experimentar un niño consiste en la frustración de su deseo de ser amado y de que su amor sea aceptado. Desde el punto de vista del desarrollo, este trauma es el que realmente tiene importancia, pues establece fijaciones a las varias formas de la sexualidad infantil, a las que es conducido el niño en su intento de compensar por medio de satisfacciones sustitutivas el fraca­so de sus relaciones amorosas con los objetos externos. Estas satisfacciones sustitutivas, como la masturbación compulsiva y el erotismo anal, representan fundamentalmente relaciones con objetos internalizados, a las que el individuo recurre por la falta de una relación satisfactoria con los objetos del mundo exte­rior. Algunas conductas exhibicionistas, homosexuales, sádicas y masoquistas son intentos de preservar la sensación de estar relacionado con los objetos.
     Cuando hay una tendencia esquizoide, la rigidez de los rasgos obsesivos será utilizada para evitar el derrumbe psicológico que sigue a la pérdida del yo, con lo cual se evita el desastre final que sigue a la pérdida del objeto. Hay pacientes neuróticos que sienten que algo les falta, tienen la sensación de poder caer y desaparecer. El sentimiento de estar solo se convierte en una situación de equili­brio precario sin nada de lo cual asirse, puede reflejarse en un aferramiento tenaz al analista acompañado de una desconfianza subyacente y omnipresente. Las separaciones del analista son vividas como rupturas físicas reales de una base sustentadora, por lo que los pacientes pueden llegar a sentirse hundidos, al borde del abismo, desamparados, no sostenidos, presos de la ilusión de caer sin que nada detenga la caída y sin nada de qué asirse. En esta situación puede presentarse vértigo, miedo a quebrarse emocionalmente, a no existir, a ser espar­cidos y disueltos; temores muy profundos que en el análisis son de difícil acceso y contención. En estas condiciones, evitar cualquier posible sensación de discon­tinuidad en el sentimiento de ser uno mismo, sortear la vivencia de interrupción de la propia identidad, se torna en algo urgente para el sujeto.
      Hay fóbicos y obsesivos que esconden una parte de su personalidad, la cual permanece encapsulada y obstaculiza el trabajo analítico; es como si una parte de ellos estuviera congelada y sobrecogida de terror, se hubiera quedado rezaga­da y, en su lucha por crecer y enfrentar la vida, la hubieran tapado, creando un Self falso que les ha permitido funcionar socialmente. Hay reacciones autistas que parecen fóbicas, en las cuales el miedo de sufrir un derrumbe se ha concentrado en un objeto o un campo de actividad en particular como síndrome patológico. Dicho derrumbe lo vive un infante/sujeto que, al encontrarse en un estado inma­duro neuro-mental, se da cuenta de su separación corporal de la madre nodriza, en una situación de crianza que no lo ayudó a sobrellevar los sentimientos inten­sos que aquella dolorosa percepción suscitó. La separación fue prematura y el infante aún no había alcanzado el suficiente desarrollo emocional, que lo hubiera equipado para tramitar tal separación y, por lo mismo, tal pérdida. Esa misma separación-pérdida, si hubiese ocurrido unos meses más tarde no hubiera sido más que una separación o pérdida de objeto, sin tener el elemento agregado de que el sujeto pierda una parte del yo.
     El trauma asociado a una conciencia precoz de separación física de la madre, puede permanecer en receso y/o aflorar en el tratamiento, en situaciones Que parezcan análogas a la situación original; es un intento de asimilar una experien­cia no digerida. Estos recuerdos elementales no conceptualizados impresionan por sus detalles, así como por su vívida claridad. El encapsulamiento autista pa­rece ser una protección específica frente al miedo de ser lastimado, miedo que nace de la fragilidad psíquica y el desvalimiento corporal. Un encapsulamiento, y no una represión, es la convocada para intentar socorrer un cuerpo muy vulnera­ble que siente la amenaza de su extinción. Es entonces cuando se produce un estrechamiento del foco de la conciencia, con el consecuente aferramiento a alguna idea fija u obsesiva que es utilizada como un intento de restituir el estado previo al trauma. El retraimiento que ello conlleva es vivido como un intento de preservar la salud mediante la exclusión de las amenazas de daño corporal, con la protección consiguiente de la vulnerabilidad física.
      Estos pacientes pueden experimentar la conciencia física de su separación como una interrupción de la propia continuidad de existir. Cuando sintieron ame­nazada su existencia, vieron frente a sí el rostro de la aniquilación, por lo que tuvieron que dar pasos muy apurados y desesperados para combatirla. Para con­seguir esto, y al mismo tiempo remendar su propia rotura, desarrollaron la cásca­ra del autismo: les fastidia si el terapeuta o el mundo no se amoldan a ellos, no toleran a las personas ni a las cosas como son, lo cual llega a constituirse como un posicionamiento ante la vida. El pensamiento esquizoide se halla fijado a la falta, a lo que no es; tienen la sensación de estar en un vacío cósmico, en el que sentir significa muerte para el aparato psíquico, lo que a su vez hace que el discur­so de estos pacientes sea racional, frío y apegado a los hechos concretos de la realidad, actitud que se manifiesta como firme resistencia durante el tratamiento, con lo que mantienen disociados los afectos, por medio de un control rígido sobre el analista con gran distancia emocional y enfriando cualquier posible cercanía. Cuando el sujeto se cierra y no se abre a la conciencia de la existencia de otros, como seres separados de los que tenemos necesidad, obstaculiza la posibilidad de sentir su propio ser, lo cual puede adoptar la forma de rasgos de carácter, que el mundo percibe como pretenciosos, seudo-intelectuales, con ideas sobre-valuadas de sí mismo, o emplea de forma auto-erótica, secreta y aislante el uso de objetos y figuras que le provoquen alguna sensación de placer, tal como el abuso de drogas y/o la masturbación compulsiva.
     Avelino González (1964), en su trabajo pionero sobre la angustia de separa­ción redefinió las fobias, dado que en aquel momento se pensaba que la mayoría de éstas eran histéricas y, por lo tanto, su connotación era sexual, aun cuando Freud las había considerado como síndromes. La acrofobia, agorafobia, la claus­trofobia y otras fobias que el padre del psicoanálisis llamó de locomoción, ya que comprometían el caminar, fueron denominadas por Avelino González como fobias de espacio, pues tenían más que ver con contenidos de separación, cercanía y distancia del objeto que con lo sexual. Adujo que dichas fobias de espacio tenían un origen pregenital y no fálico. El distinguir y diferenciar las fobias de tipo anal-obsesivo de las de origen fálico, permitió interpretar con mucha mayor precisión la angustia de sepa­ración. El Dr. González (1964) separó la agorafobia de la fobia a los espacios abiertos y clasificó a esta última como un subtipo de la primera. En la agorafobia el sujeto teme la pérdida del objeto, por lo que hablaríamos más de la posición depresiva. En el espacio exterior es donde queda representada la sensación de estar infinitamente solos. Estos pacientes son los que manifiestan el haber podido ocasionalmente "vencer" el miedo a salir de casa, ya sea por medio de la compa­ñía de otra persona que funcione como objeto acompañante o bien saliendo a la calle, siempre y cuando se dirijan a un lugar cercano y caminen muy pegados a la pared. En el segundo subtipo de la fobia, el miedo a los espacios abiertos, la angustia predominante del sujeto es el temor a perder los límites corporales y a sentirse diluido en los espacios abiertos. Recuerdo una paciente que temía pisar un tapete blanco y a pesar de que sabía lo que era, 10 evitaba como si fuese a caer en él. Estas angustias son más "primitivas y corresponden a la posición esquizo-paranoide descrita por Klein. Avelino González (1991) también aportó una mejor comprensión de la angustia de separación. Explicó que cuando se habla de an­gustia de separación es muy importante distinguir si el paciente experimenta la sensación de abandonar o de ser abandonado. Si el niño se sintió abandonado por la madre tratará de hacerla volver por el llanto, la súplica o bien enfermando. En este punto surge un tipo de angustia de separación, la cual denominó urgencia de recuperación, en la cual el sujeto busca la vuelta del objeto, no de manera activa sino de una forma introyectiva-pasiva, sin moverse, ni buscar en el mundo real al objeto. En cambio, si es el niño el que se va, el que abandona, por el pronto madurar de la locomoción y el placer de caminar y explorar, aparecerá una angus­tia de separación, que denominó urgencia de reunión, que lo hará volver rápida­mente a la madre, en sentido regresivo, desandando lo andado. Se trata, en este caso, de los pacientes que tiran el éxito obtenido o cualquier logro alcanzado, lo desechan, ya que el sujeto lo vive como un alejamiento de lo familiar, de 10 cono­cido. Dicha urgencia de reunión, que es otro tipo de angustia de separación, impli­ca una modalidad proyectiva-activa y es más evolucionada que la anterior, pues el sujeto tiene una mayor movilidad en el mundo y coopera activamente en la búsqueda de bienestar. En cuanto a la acrofobia, sabemos que es un temor irracional a las alturas y que quien la padece tiene un fuerte impulso a saltar o bien la fantasía de empujar a otro. La acrofobia, según González, puede simboli­zar en el paciente la expresión de un triunfo edípico, pero de corte maníaco, o bien una necesidad de castigo, o de escapar al sufrimiento, terminando con todo de una vez, o la fantasía de consumar un coito sadomasoquista, lo cual el analista habría de contextualizar e interpretar según la patología del paciente. A continua­ción cito al Dr. González:

"La angustia de separación [...] desempeña en realidad
un papel [muy] importante en el desarrollo del individuo y[...]
en el proceso analítico, ya que éste consta por excelencia de una serie de
experiencias de separación y reunión que el paciente manejará de acuerdo con
el patrón aprendido en la infancia" (1991, Pág. 16)



     La modalidad que tenga el sujeto de acercarse y alejarse del analista se relaciona con la forma usual de amar y ser amado por sus objetos. Los momentos agradables de cercanía con el analista nutrirán el vínculo analítico y matizarán la transfe­rencia-contratransferencia, además de que aportarán la capacidad de sentir inti­midad con el otro. El campo dinámico que se establece entre la pareja analítica es el medio idóneo para el análisis de las modalidades de relación del sujeto.    Asimismo, la calidad afectiva alcanzada por dicha interacción le permitirá al paciente liberar su potencial afectivo y descubrir nuevas y mejores formas de acercamien­to emocional hacia el resto del mundo, con lo que podrá establecer y reconocer la distancia óptima en su relación con los objetos.
Con base en lo anterior podemos observar cómo los trastornos del apego in­fluyen de manera determinante en toda relación con el otro. Del mismo modo, es posible entender la manera en que dichos trastornos desembocan en patologías diversas que afectan considerablemente el bienestar de los individuos; de ahí la importan­cia de incluir el tema del apego al hablar de relaciones de pareja.
     A diferencia del psicoanálisis clásico, la necesidad de apego entre las personas adquiere una mayor importancia con respecto a la pulsión sexual.


Nota: Este trabajo es sólo una versión condensada de un estudio más amplio sobre el tema.


Bibliografía

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